lunes, octubre 30, 2006

ANGELITOS TERRENALES

La oscuridad de la noche es como tu tristeza: en medio de ella, hay una pequeña luz que ilumina la esperanza

Tras el silencio de tu infancia, está la tristeza de mi presente


lunes, octubre 02, 2006

MI OBRA MAESTRA

Mis manos sintieron la desesperación de pintar un mundo incierto y solitario. Empecé a buscar materiales de acuerdo a la imagen que mi cerebro proyectaba por la sensibilidad y crudeza de mi estilo.

Los carboncillos estaban demasiado consumidos para poder terminar cualquier pintura. Por un rato me desanimé, porque a mi mente solo llegaban los momentos en blanco y negro, faltos de vida, de alegría por lo que eran necesarios los carboncillos. De pronto, encontré unas acuarelas casi intactas, las había utilizado en una sola pintura. Tuve a mi disposición todos los colores de la belleza, el misterio y la tragedia.

Durante años, poseí la ayuda de varios alucinógenos para crear obras perfectas con temas religiosos, sociales y sobre todo macabros. Mi trabajo representó sólo heridas.

Sin embargo, esta vez no necesité de nada más que de tres pinceles, la caja de acuarelas y el corazón de un artista reprimido. Me senté en el piso y apoyé en mis piernas entrecruzas, una madera que contenía el residuo de mi pasado. Comencé a delinear el boceto, mientras, el pensamiento se entretejía de recuerdos.

Apenas tenía ocho años cuando hice el primer dibujo, un retrato increíble. Plasmé en una pequeña cartulina el alma de mi compañero de aula. Aquel muchacho egoísta que pensaba en sobresalir del resto, sin el menor esfuerzo. No sé porque lo escogí.

Se lo vendí por unos cuantos centavos, así conseguí los primeros materiales que trazaron mi destino, y él consiguió engañar a su padre, diciendo que lo había hecho.

En la adolescencia capté en tonos sombríos, la belleza de la mujer que me brindó el néctar de sus labios y la inocencia de su juventud. Sin olvidar la cruel mirada del abandono. De esa manera siguieron las obras de mi vida. La esencia del dolor cautivaba la mirada de seres grises y solitarios.

Las manos al son de las reminiscencias, que escondí entre lágrimas y esperanzas. Tuvieron una fuerza indómita para diseñar cada línea y sombra.

Sin darme cuenta terminé el cuadro que debía representar mi soledad, lo coloque en el caballete y me alejé para contemplarlo. Eso era yo, la efigie de mi interior. Llena de colores carente de lo que aprendí en mis años de estudios, “donde entra la luz no existe la sombra”. No hubo sombra en aquella pintura, sólo alegría. Comprendí que esta era mi obra maestra.